Pena
de muerte, mala (e)lección
Francisco
Javier Larraín S.
17 de Marzo de 2013
De
vez en cuando sale a colación el tema de la pena de muerte como un correcto
ejemplo de castigo frente a delitos gravísimos. Personas con alguna figuración
pública tienden a aparecer dominados de una conveniente sed de sangre de quien
comete delitos horrorosos, volviéndose poco distinguibles del malhechor en su violencia.
Largas
conversaciones con supuestos expertos, visiones morales, pseudotécnicas y
técnicas colman noticieros en cada evento luctuoso en el que sale a colación la
pena de muerte. Se habla del mensaje de la sociedad a los delincuentes, del
riesgo versus el beneficio, de la protección de la sociedad. Aumentar o reducir
criminalidad, tras la implementación, donde existen datos a favor o en contra
según la orientación programática del grupo que los expone. En definitiva, es
un batiburrillo de opiniones que marea.
Pero la
mayoría de ellas eluden un antecedente básico para ver si a una persona se le
debe aplicar dicha pena: la tasa de error de los fallos judiciales en países
que tienen la pena de muerte es alta. En Estados Unidos es de un 68% según la
Universidad de Columbia. Además a un 75% de las personas condenadas a muerte se
les reduce la pena una vez revisados los juicios, y a un 7% se le exonera.
Básicamente, se atribuye a faltas en las policías y los abogados, lo que en 26
Estados arroja un error, una vez aplicada la pena, de un 52%, y eso que hay
Estados que cortaron apoyo legal a revisión y Clinton redujo el lapso de
apelación a un año.
Recientemente,
dos Estados que tienen privatizado el servicio de muestreo y pruebas para
hechos criminales o de drogas deberán revisar si dejan en libertad a miles de
presidiarios a los que se les falsificaron pruebas (más de 35 mil en Texas y
Massachusetts). Es decir, miles de personas, que tuvieron que ir a prisión por
años y vivieron de acuerdo a esas reglas, realizando el aprendizaje con reales
delincuentes, deben volver a vivir una vida “normal” y viéndose la comunidad
social expuesta a ese proceso de adaptación.
En USA, donde
la privatización del sistema penitenciario y forense es bastante extensa, se
entiende el silencio de los medios; se cuestionaría un sistema que se tiene por
confiable y que funciona sobre la culpabilidad “más allá de toda duda
razonable”, concepto que la mayoría de los jurados no comprenden.
Si
países como Estados Unidos de América tienen ese tipo de problemas para
acreditar la comisión de delitos, con más tecnología en su área Médico Legal de
lo que en Chile tenemos en relación a la población, es bastante improbable que
no sólo existan yerros marginales en tanto se dictamine una pena de muerte.
Incluso la confesión del crimen se hace improbable cuando pueda ser o no
eximiente (lo confiesa si es eximiente, lo oculta si no).
Es
decir, cuando hay personas que establecen en sus cargos (o desde la búsqueda de
votos) la pena de muerte como un camino no hacen más que demostrar manipulación,
o ignorancia plena, de lo más crucial: que la prueba de comisión de delitos jamás
es absoluta, y que muchas veces, es errónea. Es año electoral, no se deje
manipular cuando ocurran crímenes escabrosos, porque la sociedad moderna se define
sobre el uso de la razón y no de las emociones que cause el daño que se busca
castigar.
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